En 1940 Jardiel lleva a cabo su último proyecto cinematográfico, un proyecto que revela cómo la carrera cinematográfica de Jardiel se ha quedado estancada en los Celuloides rancios, pues tanto los Celuloides cómicos, como esta nueva película, Mauricio o una víctima del vicio (1940), son variaciones sobre aquel éxito. En concreto, estamos ante otra película retrospectiva comentada. Esta vez escoge una producción muda española basada en una novela de Julio Dantás, La cortina verde (1916), a la cual añade, además, un prólogo en el que intervienen él y varios actores. El argumento de Dantás, dice, es “de una estupidez tan alucinante que aun visto en la confusión del negativo, me conmovió como sólo la estupidez integral es capaz de conmover un alma.”[1]
Después de 1941, Jardiel apenas interviene ya en el cine o lo hace de forma testimonial, como ocurre en Fin de curso (1943), donde se interpreta a sí mismo. ¿Por qué Jardiel abandona su trayectoria cinematográfica? La respuesta es que en este medio no logra la libertad creativa que desea y, en cambio, sí consigue esa libertad en el teatro, pues gracias al éxito que desde 1939 alcanzan sus comedias se convierte en director y empresario teatral. Es decir, Jardiel entiende la libertad creativa en el cine como la asunción por parte del escritor de la supervisión, dirección y montaje de la película. Reclama para sí los poderes que le permitan rodar un cine de autor. Esta idea del cine puede ser muy discutible, pero la defenderán en los sesenta los críticos franceses, aunque otorgando dicha autoría al director. En mayo de 1934, Jardiel formula este punto de vista en el prólogo de Angelina o el honor de un brigadier:
El cine, tal y como se produce en España -e incluso en Hollywood- es el microbio más nocivo que puede encontrar en su camino un escritor verdadero.
El verdadero escritor no tiene ni tendrá nada que hacer en el cine mientras no asuma en sí los cuatro cargos u oficios en que se apoya una producción cinematográfica: escribir, dirigir, supervisar el “set” y realizar el montaje.
Pero mientras el escritor sea uno, otro la persona que dirija y otro supervise el trabajo del “set”, y otra realice el montaje, lo que resulte no resultará nunca perfecto, y cuando se acierte, el acierto será puramente casual.
Esta opinión, que nació en mí a los pocos días de pisar y observar los Studios de Hollywood, seguramente hará estallar en protestas indignadas a los cineastas españoles; pero [...] añadiré que no soy solo el que la mantiene [...] tuve la satisfacción íntima de oírle hablar a Chaplin que su idea acerca del cine era la misma, lo cual -por otra parte- está demostrada suficientemente a lo largo de su singularísima carrera de escritor-director-actor-supervisor.
Sin mando único, se acertará una vez de cada cien; tanto por ciento resistible para los americanos que producen intensísimamente, pero ruinoso para la naciente producción cinematográfica española, que logra diez películas al año.
En cine, como en todo arte, el tema tiene que darlo el escritor, que es el que imagina; y desarrollarlo -y dirigirlo- él, que es quien lo ha imaginado; y realizar el montaje él también, que es quien tiene la película en la cabeza.
Lo cual -naturalmente- no podrán hacerlo todos los escritores. Pero es indispensable que lo haga el escritor.[2]
En definitiva, ya fuese por falta de libertad creativa o por incapacidad para adaptarse a una producción industrial, Jardiel abandona su trayectoria cinematográfica: primero en Hollywood (donde, en cambio, sí triunfan otros escritores europeos, como Billy Wilder) y después en el cine español (donde, asimismo, su compañero de generación, Edgar Neville, alcanza una brillante trayectoria). Como arrepintiéndose del tiempo perdido con las películas, al final de su vida escribe el siguiente pensamiento: “Huye del cine y manda [...] al cuerno al cineasta.”[3]
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